25 mayo 2021

Mike Oldfield – Tubular Bells – Campanas y Vírgenes al vuelo

Fuente :  https://jltambo.wordpress.com/2011/11/02/mike-oldfield-tubular-bells-campanas-y-virgenes-al-vuelo/ 

Este es un artículo de Julio de 1998 de Gus Cabezas sobre Mike Oldfield y Tubular Bells Edición 25 Aniversario. Pero que sirve para el 48 Aniversario de Tubular Bells.

Un poco de historia...
Hace mas de 48 años, Mike Oldfield (Reading, 1953) era un niño prodigio de veinte años y con unas cintas con una extraña música bajo el brazo. Cintas que le habían rechazado todas las compañías discográficas inglesas. El otro personaje de nuestro cuento, Richard Branson, dueño hasta entonces de una tienda de discos y de un servicio de venta por correo, fue el único que creyó en el chaval decidiéndose a editar el curioso material y a empezar con él Virgin, un nuevo sello discográfico. Como ya supondrá el avezado lector, el disco se convirtió en un inmenso éxito y en la plataforma de despegue para que Oldfield se erigiera en adalid del rock adulto y precursor de la new age, y Branson se tornara en colorista millonario capaz de poner en marcha los más variopintos negocios (hasta unas líneas aéreas propias) y las más costosas excentricidades, como recorrer el mundo en globo. Vamos, que el disquito de marras cambió sus vidas para siempre instalándoles definitivamente en el templo de los comedores de perdices. ¿Que cómo se llamaba? Pues “Tubular bells”, por supuesto.El crucial papel de Tom Newman y Simon Heyworth –los primeros que creyeron en Oldfield– en el proceso no sólo de grabación, sino también de edición del disco, queda meridianamente definido (hay que tener en cuenta que es este último el que escribe, de todas formas), así como la decisiva intervención de Simon Draper, el socio de Branson. A diferencia del primero (que no tenía “ni idea de música” en palabras de Newman), Draper sí que supuraba sensibilidad hacia el arte de Euterpe. De él nació también la idea, según Heyworth, de crear un sello discográfico con el mismo nombre de la tienda para dar salida al material espinoso. “Si tenemos que hacerlo, hagámoslo con esto (‘Tubular bells’) y seamos realmente diferentes”, habría dicho Draper una vez que Branson hubiera paseado sin éxito el máster del disco por el Midem de Cannes a principios de 1973 obteniendo como única oferta la de un ejecutivo yanki que le garantizaba 20.000 dólares “si le ponía voz encima”. “Pienso que eso es lo que atrajo a Richard Branson” –ha escrito Heyworth– “: el hecho de que estaba siendo diferente y se estaba arriesgando, aventurándose donde nadie lo había hecho antes. Apelaba a su olfato de jugador”.

Si la edición del trabajo se asemejó a un parto, no menos puede decirse de la grabación. Trasladar las diferentes partes instrumentales que el joven Mike llevaba componiendo y arreglando desde que era adolescente de su modesto magnetófono de cuatro pistas a una consola de dieciséis resultó un ímprobo viaje iniciático en el que todos los interesados aprendieron mucho, especialmente el pobre Mike. Para la primera cara del disco sólo dispuso de una semana en The Manor (un estudio situado en Shipton—on—Cherwell, a una hora de Londres, después convertido en prestigiosa instalación) en otoño del 72, mientras que la segunda se registró en esporádicas –y cortas– sesiones durante los meses siguientes. No es de extrañar que, como él mismo ha confesado, “fuera presa de un desesperado pánico” durante todo el proceso. ¿Cómo habrías estado tú, amable lector, si hubieras tenido que tocar una veintena de instrumentos y realizar más de dos mil “overdubs” (sobregrabaciones)? ¡Y más teniendo en cuenta que su experiencia en el negocio discográfico se limitaba a un lanzamiento precoz (“Children of the sun”, 1968) junto a su hermana Sally como el dúo Sallyange y a pequeñas apariciones de dos LPs de Kevin Ayers (“Shooting at the moon” y “Whatevershebringswesing”)!.

El éxito...
No obstante, siempre contó con el asesoramiento de Newman y Heyworth y la inestimable ayuda de algunos músicos invitados: Jon Field a las flautas, Lindsay Cooper a los contrabajos, Mundy Ellis y su hermana Sally a los coros y Steve Broughton (el hermano de Edgard Broughton), que toca la batería en la más dinámica segunda cara del larga duración, aunque, sin duda, la colaboración más importante, perdurable y chocante vino de Viv Stanshall, el “maestro de ceremonias” que presenta con teatral engolamiento a los instrumentos al final de la primera parte. Fue una afortunada inspiración de Mike y no se optó por Viv por ningún motivo especial, sino porque éste estaba de visita en The Manor porque su banda, la descacharrante Bonzo Dog Band, entraba en el estudio justo después de Oldfield. Como sucede muchas veces en la vida, la casualidad conformó uno de los momentos más inspirados del vinilo. Lo que sin duda no se debió a la casualidad fue el enorme éxito del plástico (nº 1 en Gran Bretaña y nº 3 en Estados Unidos) pese a su, a priori, escasa comercialidad (48’57” de música instrumental) y su “carácter rompedor”, tal y como lo ha definido José Ramón Pardo en su libro “La discoteca ideal de la música pop”. Albergaba una enorme cantidad de melodías resultonas y una especial mixtura de sabores folkies con revestimiento rockero y aromas de los grandes maestros contemporáneos (Sibelius, Luigi Nono, Vaughan Williams). Naturalmente, también influyó que algunos compases del intrigante pasaje inicial se incorporaran a la banda sonora de una película tan taquillera como “El exorcista”.

En su época fue considerado la cima del rock progresivo, entonces muy en boga (y las críticas fueron, en general, elogiosas), aunque en retrospectiva resulte más el patrón pionero de lo que posteriormente conformaría el género denominado como new age, a saber: sonidos electroacústicos de agradable textura y para todos los públicos, pero canalizados a través de aparatosos montajes destinados a convencer a un público treintañero y pudiente, que desprecia el sesgo juvenil y rebelde del verdadero rock y que carece de la formación suficiente como para apreciar la música clásica, de que está escuchando algo importante, acorde a su categoría social (aunque siempre existen agradables excepciones a la norma). Sólo la escasez de vinilo provocada por el aumento de los precios del petróleo tras la guerra del Yon Kippur entre árabes e israelíes impidió que “Tubular bells” vendiera más millones de copias. En 1975 se estrenó la versión sinfónica de la partitura (“The orchestral Tubular bells”). Para entonces, Oldfield proseguía la senda abierta por su obra magna (que tendría, como es sabido, una digna aunque oportunista secuela—homenaje en 1993) en LPs –”Hergest ridge”, “Ommadawn”– favoritos de cualquier estudiante de biológicas aficionado al rock progresivo (o rock sinfónico, si vivías en España) amén de una larga estela de interesantes colaboraciones con músicos más subterráneos y transgresores (David Bedford, Robert Wyatt, el propio Kevin Ayers…). 

Faltaba menos de una década para su reconversión en artista convencional, al frente de una banda con numerosos éxitos en sencillo (“Family man”, “Moonlight shadow”, “To France” …), fruto del descalabro económico que le supuso reflejar sus delirios sinfónicos y orquestales en directo. De artista “ingrabable” y “difícil” a punta de lanza del pop dirigido a las necesidades del mercado. Como Branson, que pasó de empresario hippie a millonario snob. Como la propia Virgin, antaño receptáculo de lo que las demás discográficas veían como “arriesgado” y hoy hogar de fenómenos descaradamente ultravendedores como Backstreet Boys o Spice Girls. La lógica del negocio también arrolló a Mike Oldfield, pero su obra permanece… y uno aún sigue experimentando una agradable sensación al revisitar “Tubular bells”.